El infierno es amarillo. No hay futuro para los mineros del azufre que trabajan en condiciones infrahumanas en el volcán javanés de Ijen. Texto y fotografía: Zigor Aldama (Ijen, Java). elpais.es. 17/10/09.Cada hora que trabaja, Chahaya Muktar le resta cuatro a su vida. Las emanaciones de dióxido de sulfuro envenenan sus pulmones y se encargan de que el resto de sus días sean, además, una pesadilla. Las deformaciones en la espalda y las ampollas en hombros y pies ya casi ni las nota. Sabe que tendrá una muerte lenta y dolorosa, la misma que su padre. Aun así, este indonesio de 37 años no pierde la sonrisa. Sabe que si alcanza la esperanza de vida de quienes trabajan en la mina de azufre del cráter del volcán Ijen, que es 20 años inferior a la media nacional, todavía le queda algo más de una década. Así que prefiere no pensar en la penuria que le espera y encara la presente con buen humor y un cigarrillo tras otro. Le da la risa cuando se le pregunta por el efecto de la nicotina y el alquitrán. "Quítame el tabaco y la familia, y ya no me importa que me mates". Ver imágenes para ilustrar el artículo.
Un manto de estrellas cubre el poblado de Paltuding cuando Muktar y sus compañeros ponen rumbo a la cima de Ijen. Si lo tuvieran, su reloj marcaría las 3.45. A pesar del clima tropical de Java oriental, a más de mil metros de altura hace frío. Pero ascender hasta los 2.380 en tres kilómetros y en poco más de una hora garantiza que sea suficiente una camiseta de manga corta.
Muktar deja a su esposa y a sus cuatro hijos en la pequeña construcción que habita la familia, un sencillo edificio de una sola planta construido con adobe y madera. Duermen todos juntos sobre esterillas de bambú trenzado, y la única partición de la vivienda está destinada a la cocina. Tres compañeros le esperan fumando al inicio de una empinada cuesta. Con los canastos vacíos y los pies desnudos se mueven a una velocidad asombrosa por el camino que el rocío hace extremadamente resbaladizo. Todavía es noche cerrada, y los hombres se guían por la luz de pequeñas linternas chinas. El objetivo es alcanzar el borde del cráter con los primeros rayos de luz, pero ni este periodista ni su intérprete pueden seguir el ritmo. "Cuando lleguéis arriba ya habremos cargado la primera tanda", comentan entre carcajadas.
El amanecer crea un mundo irreal de sombras fantasmagóricas. Los árboles son gigantes al acecho, y los sonidos de la naturaleza parecen gritos de ultratumba. Sin embargo, centenares de puntos amarillos que se mueven rompen esta monotonía gris. Es el azufre que cargan al hombro, en cestos artesanales colocados a ambos extremos de una caña de bambú, los mineros de este volcán activo cuya última erupción se registró en 2004. Ellos son la prueba de que la Edad Media perdura en el siglo XXI. "Para algunos esto es esclavitud, pero para nosotros es vida", asegura uno de los compañeros de Muktar. "No quiero que mecanicen la mina. Nos quedaríamos sin trabajo y nuestros hijos, sin futuro".
Al borde del cráter se llega con la respiración entrecortada, pero la vista es de una belleza espectacular, una paleta de colores brillantes: el azul turquesa del lago en el fondo del cráter, los grises de las paredes del volcán salpicados del amarillo chillón del azufre, de nuevo el intenso azul del cielo, y los verdes de una tímida vegetación que lucha contra la capa de niebla blanca.
La escena consigue por un momento ocultar la dureza del trabajo que cientos de indonesios (entre 200 y 500, según diferentes fuentes) desempeñan a 200 metros por debajo, en el corazón del volcán. Unas rudimentarias tuberías de cerámica se encargan de canalizar el azufre rojo sangre que mana de diversas fumarolas, y de enfriarlo hasta que se solidifica y adquiere su tono amarillo. A veces, el mineral brota en exceso y, para evitar una reacción pirofórica en cadena, los trabajadores tienen que enfriarlo con agua del lago, que es el más ácido del planeta. Su pH oscila entre 0,2 y 0,3, suficiente como para disolver la carne humana. A este explosivo conjunto lo llaman la cocina. Aquí, armados con picos y palas, y protegidos sólo con trapos húmedos de las emanaciones tóxicas, los mineros rompen el mineral para cargarlo en los cestos vacíos. Estas cargas oscilan entre los 70 y los 100 kilos.
Muktar transporta hoy 93 en el primer viaje. "Luego me canso y tengo que llevar menos en el segundo", reconoce. El azufre todavía chisporrotea. El padre de familia se agacha, agarra el bambú con ambas manos, se concentra, y de un solo movimiento acompañado de un gemido, acomoda la madera en la deformación que se ha creado con el tiempo en su hombro. Toca entonces dar media vuelta y subir por el despeñadero que se ha cobrado varias vidas, incluida la de un turista francés. El camino es duro. Los mineros han esculpido una especie de escalera en la pared del cráter, y calzan botas de plástico para evitar cortarse los pies con la piedra, pero el rocío y la gravilla suponen un gran peligro. Cada diez o quince minutos, Muktar se agacha sobre una roca y descansa. "Pronto llegarán los turistas", comenta entre jadeos. "Quiero coger los souvenirs para el segundo viaje". Son trozos de azufre en forma de oso de peluche que venden por unos cinco euros a los visitantes que se acercan al volcán. "Algunos critican a los extranjeros, pero gano más vendiéndoles un recuerdo que con un viaje al cráter".
A un kilómetro de la cocina, en un recoveco del monte, se encuentra la estación en la que se pesa el mineral. Aquí pagan a los porteadores 600 rupias (4 céntimos de euro) por kilo. "Trato de cargar el máximo para trabajar aquí el mínimo posible". Su sueño es comprar un trozo de tierra y dejar la mina, asegura. Pero sus compañeros se ríen. "Muktar morirá aquí, porque sabe que el campo es una ruina". No en vano, los trabajadores de Ijen cobran entre seis y ocho euros diarios, cuatro veces lo que un agricultor medio en un año propicio. Y pueden ser ascendidos a capataces. Como Guntur, que se encarga de supervisar el pesado y de hacer los pagos.
Este hombre fibroso de 34 años trabajó como Muktar hasta que alguien de la empresa supo que, como pocos trabajadores, Guntur está alfabetizado y posee un don con las matemáticas. Vamos, que sabe sumar, restar y multiplicar. Dividir no se le da tan bien. "El trabajo de los mineros es duro, pero los capataces no tenemos una vida mucho mejor. Aquí somos todos iguales. Quien hace el dinero no se mancha de azufre", apostilla. Eso sí, rehúye cualquier pregunta sobre la compañía que explota Ijen. Se trata de PT Candu Ngrimbi, a cuyos responsables no ha podido acceder este periódico. Cada día se extraen unas 15 toneladas de azufre.
Desde la estación de pesado todavía quedan cuatro kilómetros cuesta abajo hasta la pista de tierra en la que el azufre se carga en camiones. Nadie parece tener claro su destino. Algunos porteadores aseguran que se utiliza para fabricar pólvora que compran los chinos, pero la mayoría sostiene que se le da un uso mucho más pacífico: "Lo compra una empresa de Java para procesar azúcar".
A Muktar le importa poco qué se hace con el mineral. Lo que le preocupa es que se levante viento, que convierte el cráter en un infierno. Para evitar las horas de mayor calor y ahorrar fuerzas, deja la primera carga a medio camino y vuelve a subir hasta el cráter con el segundo set de cestos. Son las siete de la mañana y comienzan a llegar visitantes, alguno incluso con máscara antigás. Muktar hace altos en el camino para que tomen su fotografía. "Photo, photo, rupiah!", pide a cambio. Si no cuela, se conforma con un cigarrillo o con un caramelo "que quita el gusto que deja el azufre".
Pero nada es suficiente para hacer frente al envite de las ráfagas de dióxido de sulfuro. Disminuyen seriamente la visibilidad, enrojecen los ojos, que no pueden siquiera llorar, irritan la garganta, y dejan los pulmones a punto de estallar. La tos se hará crónica, y las infecciones respiratorias son habituales. "No sigáis, es horrible", nos advierte una turista francesa en su huída. Ella tiene elección, los mineros no.
El segundo viaje cuesta más. Las emanaciones son constantes y hay que detenerse a menudo. En esta ocasión el pesado certifica 86 kilos de azufre. La temperatura supera ya los 20 grados centígrados. La jornada se rompe sólo para disfrutar del arroz con verduras que los trabajadores han llevado. Eso, y un cigarrillo de vez en cuando para charlar con los compañeros.
"El único miedo que tengo es que me falle la salud antes de que se gradúen mis dos hijos. Para eso el cuerpo me tiene que aguantar hasta los 35. Luego ya me da igual", contesta Mohammed Setiar en tono distendido. Su tocayo Hassan pide más: "Llevo ya 15 años trabajando aquí. Tengo la espalda deformada y la capacidad para respirar disminuida. Me gustaría que los jóvenes que llegan ahora tuvieran mejores medios para preservar su salud". ¿Qué piensan de la posibilidad de introducir animales de carga? "Es imposible. Ya se intentó con burros, y se despeñan y se matan".
La jornada de Muktar termina a las tres de la tarde. En total, ha estado expuesto unas cinco horas a niveles peligrosos de dióxido sulfúrico. Pero la amenaza va más allá del cráter. Según un estudio de la Universidad Católica Soegijapranata, las aguas ácidas del lago se filtran a los ríos que sirven para regar los campos de arroz de los alrededores de Ijen, siendo causa de la baja producción agrícola que lleva a muchos a trabajar de porteadores, y de graves problemas de salud. El más común afecta a la dentadura y se conoce como fluorosis dental. Sin embargo, el estudio confirma que también afecta al desarrollo de los bebés. Y ya se contabilizan 3.564 hectáreas de cultivos cuya irrigación se hace con agua contaminada.
Eso sí, la industria del azufre es un buen negocio. Según cifras oficiales de 2006, las últimas disponibles, ésta ingresa en Indonesia más de 161 billones de rupias (11.500 millones de euros, de los que 780 millones proceden de exportaciones). Un 32,87% de esa cifra se convierte en beneficio neto para las empresas que explotan el mineral, cuya mayor concentración, del 22%, se encuentra en Java Oriental, en las cercanías del volcán Ijen. En total, 85.400 personas trabajan en esta industria, cuyo sueldo sólo representa un 0,5% del coste operacional. Sin duda, para quienes nunca han pisado el suelo de Ijen, Muktar y sus compañeros son un chollo.