Médicos de la época victoriana examinando un cadáver – ArchivoTodo esto viene en los libros de matemáticas, física, química o biología, que ya suelen contener demasiada información sobre la teoría como para contar también la historia de las personas que hay detrás. Incluso aunque las circunstancias vitales de estos científicos, lo que muchos llaman «destino», les empujasen a indagar en esa dirección. En los libros de texto que todos usamos en la escuela, apenas aparecían unos recuadros pequeños, que contaban pequeñas anécdotas, sin desvelar mucho más de aquel hombre llamado Pitágoras que ideó un teorema que llevaba su nombre y que sirve para que funcione nuestro GPS; o aquella mujer conocida como Marie Curie que descubrió un elemento que hoy puede significar la cura contra el cáncer.
Karen Wetterhahn – WikicommonsLa muerte de Karen Wetterhahn (1948-1997), química neoyorquina y experta en metales pesados, sirvió para que la comunidad científica se replanteara todos los protocolos de seguridad. En el verano de 96, Wetterhahn se encontraba realizando unos experimentos sobre cómo los iones de mercurio interactúan en el proceso de reparación del ADN. Antes había realizado el mismo ritual de siempre: guantes de látex bien ajustados antes de manipular cualquier sustancia.
Universidad de Harvard, donde estudiaba Jason Altom – ABCEl joven Jason Altom (1971-1998) recibió una beca para trabajar con el Nobel de Química Elías James Corey en la Universidad de Harvard. Trabajador imparable, responsable y aplicado, Corey le había encargado la síntesis de una molécula que sería el comienzo de su carrera científica. Tiempo después, en agosto del 98, encontraron el cuerpo inerte de Altom en su apartamento y al lado una nota en la que se podía leer: «No resucitar. Peligro: cianuro de potasio».
Alan Turing – Archivo La trágica muerte de uno de los padres de la computación no tuvo tanto que ver con el progreso científico, sino con el progreso social. Alan Turing (1912-1954), conocido por descifrar la máquina Enigma en la Segunda Guerra Mundial, acudió a la policía en 1952 para denunciar un robo. Al contar que su propio novio, Arnold Murray, había sido quien había ayudado a los ladrones a entrar, el hurto pasó a segundo plano y juzgaron al propio Turing por «indecencia grave y perversión sexual». Encontrado culpable, fue condenado a un tratamiento con estrógenos que le provocó graves daños físicos, incluida la disfunción eréctil.