Brillos que matan. Por Icíar Ochoa de Olano. diariovasco.com.06/03/19. Después del carnaval, la purpurina corre por los desagües hasta el mar, donde se convierte en comida lustrosa y tóxica para peces. Científicos y ecologistas piden que se vete su uso.Leer también: Nos citan por purpurina
Purpurinas
(SerTox)
Una bailarina embadurnada en brillantina desfila por la avenida de Montevideo, en Uruguay, el pasado fin de semana. / SARAH YÁÑEZ-RICHARDS
Dejar un rastro centelleante a nuestro paso no es un acto inocuo para el medio ambiente y, por tanto, tampoco para nosotros mismos. Cuando llueva sobre las calles pateadas por los ritmos frenéticos de las comparsas o cuando nos metamos en la ducha para sacudirnos de encima los carnavales, cientos de miles de millones de destellos minúsculos correrán por las tuberías y los cauces fluviales, alimentarán a la fauna, desembocarán en el mar, impregnarán el placton que nutrirá a otros animales y, tarde o temprano, estarán de vuelta en nuestras mesas, a la hora de almorzar. Y ya venga en un refulgente cóctel de gambas o venga sola, la purpurina está muy lejos de ser comestible. Se trata de un material tóxico y puede resultar letal. La escarcha de colores con la que embadurnamos nuestras caras y cuerpos para, literalmente, deslumbrar, está fabricada con aluminio y plástico. En concreto, con tereftalato de polietileno (PET). «Una vez en el mar, no solo tarda cientos de años en descomponerse sino que, debido a la estructura química de los plásticos, recoge toxinas del agua circundante, desprendidas a su vez de otros componentes, que acaban ingiriendo los peces y los crustáceos. Al final, los grandes consumidores de estos contaminantes somos los seres humanos», explica a este periódico Koldo Hernández, portavoz del Grupo de Tóxicos de Ecologistas en Acción. La purpurina se creó a mediados de los años treinta pero no fue hasta tres décadas después, en plena década de los sesenta, cuando su uso se popularizó en el sector de la cosmética. Pierre Cardin les puso sobre la pista al presentar su colección más fulgurante a base de vestidos cubiertos de lentejuelas. A partir de ese momento, algunas firmas empezaron a incluir polvo de estrellas en los pintalabios o en las sombras de ojos. Desde entonces, lejos de decaer, el ‘brilli-brilli’ vive incrustrado en todos los recovecos de la sociedad. Imaginen, si pueden, una Navidad opaca. Pese a que la presencia de microplásticos en productos para el cuidado personal ha sido motivo de un encendido debate en algunos países de nuestro entorno, como Gran Bretaña, donde hace poco más de un año culminó con la prohibición a las empresas cosméticas de utilizar microperlas, la purpurina ha logrado zafarse del veto. No solo eso, cada vez brilla en más productos de uso cotidiano, como esmaltes de uñas, lacas, champús o bronceadores. Precisamente por ello, las voces autorizadas que alertan sobre los efectos nocivos de las partículas fosforescentes que nos ponemos encima se esfuerzan por hacerse oír. En primera línea de combate se encuentra la antropóloga medioambiental de la Universidad Massey (Nueva Zelanda) Trisia Farrelly, para quien es vital que el ‘glitter’ pase a formar parte del problema global de la contaminación por plásticos. «La realidad es que la producción de plástico se ha multiplicado por veinte en los últimos 50 años, por lo que se estima que ocho millones de toneladas de plásticos se vierten a los océanos del mundo cada año, lo que finalmente se descompone en microplásticos», alerta. La polución del ‘low cost’En paralelo a la lucha científica y ecologista para poner coto a esa marea tóxica, algunas instancias civiles adoptan inciativas ejemplarizantes. Es el caso de las diecinueve guarderías de la cadena británica Tops Day Nurserieshan, que han dejado de emplear purpurina en las clases de manualidades para «evitar perjudicar la vida marina», según aseguran sus responsables. Desde España, Ecologistas en Acción demandan acciones «globales» para combatir el tsunami de microplásticos, presentes en dentríficos, exfoliantes y, sobre todo, en el lucrativo mercado ‘low-cost’. En especial, el de la moda, «mucha de la cual está hecha con el plástico que reciclamos (y que hasta hace poco iba a China), y que regresa a nosotros, a menudo, como fibra de poliéster, con los mismo contaminantes que llevaban cuando lo tiramos, a los que han añadido otros nuevos para darles nuevas propiedades. Son prendas con una alta carga de tóxicos que, al lavarlas, sueltan microplásticos», expone Hernández. Algo parecido ocurre con la cosmética ‘low cost’, salpimentada con purpurina y otras sustancias químicas que «funcionan como disruptores hormonales y cuyo efecto sobre seres en desarrollo, como los adolescentes, resulta mucho peor», enfatiza. En ese año Henry Ruschmann, un maquinista de Nueva Jersey (Estados Unidos), ideó una manera de pulverizar plástico para crear grandes cantidades de purpurina. El sector de la cosmética la introdujo en barras de labios y sombras de ojos inspirado por los vestidos cubiertos de lentejuelas de Pierre Cardin. milímetros. Es el diámetro máximo de los considerados microplásticos (el equivalente a un grano de arroz o a una partícula de brillantina), y que están generando muchos quebraderos de cabeza por sus efectos, más nocivos que los de los plásticos de mayor tamaño, en los ecosistemas marinos, a donde llegan a través de las vías fluviales. La razón es que quedan en suspensión en las primera capas del agua y los peces y los crustráceos las ingieren. Del 21 al 54% de todos los fragmentos de microplásticos del mundo se encuentran en la cuenca mediterránea. Greenpeace destaca también la densidad de plásticos en las zonas de acumulación del Pacífico: una pieza por cada 4 metros cuadrados. La agrupación ecológica estima que existen 1.455 toneladas de ese material tóxico flotando en sus aguas.