Ana Digón
Los agentes químicos utilizados compulsivamente como depresores o estimulantes son solo un costado del problema que representan las adicciones y los aspectos médicos de las drogas de abuso – legales o ilegales –, en tanto universo recortado, resultan función de una medida posible y acotada de intervención a escala individual.
Enormes son las diferencias en términos de la justificación y las formas de consumo de ciertas drogas entre las distintas sociedades: el alcohol categorizado como legal por muchas es considerado ilegal e inmoral por otras; drogas alucinógenas utilizadas en un contexto religioso y elitista en algunas culturas, causan estragos con su uso masivo en sociedades que le adjudican un único valor adictivo; compuestos categorizados farmacológicamente bajo prescripción médica por ciertos gobiernos son solo drogas de abuso del otro lado de la frontera; políticas de intervención del Estado como forma de mitigar / prevenir consecuencias irreparables a partir del mal uso de compuestos por vía parenteral son consideradas inadmisibles en otros países. La gama es amplia, pero solo pocas sociedades se han permitido discutir abierta y públicamente sobre el tema del uso y tenencia de drogas, sus causas, límites, márgenes de tolerancia, significación social, encuadre legal, formas de minimizar impactos, sistemas de intervención y regulación de mercado. Mas álgida todavía es la situación en países productores, en los que la relación entre las políticas publicas y la producción de activos es mas estrecha e impacta, de algún modo, en todos los espacios de la vida social.
Por otro lado, se articulan, detrás de la información publica, líneas dogmáticas que representan intereses de diversos sectores trayendo una posición tomada a priori sobre cada tema a informar. La cualidad moral y la dimensión destinada a cada tema (en especial aquellos que constituyen núcleos emergentes de un conflicto social), no son objetos de debate ni sujetos a cambios significativos. En el campo del bien y del mal definidos por cada sociedad, la difusión selectiva de información – emanada desde las situaciones de poder que aquella adjudica a sus diversos actores – se resuelve en cuadros mas o menos rígidos que constituyen los limites éticos dentro de los cuales se construyen consensos internos con mas comodidad. Los límites difieren para cada tiempo y grupo humano y estas diferencias constituyen las expresiones mas claras de la relatividad de los valores, adjudicados a partir de una cierta subjetividad y de una cierta lógica, que es coherente para cada sociedad y cada momento histórico. La prensa, como caja de resonancia de esos valores, responde ratificando la inmutabilidad de los mismos expresando, así, la resistencia al cambio de cualquier colectivo. Los ejemplos son los de todas las discusiones no-empezadas, inconclusas o no socializadas (de eso no se habla) que se mencionan sin hablar, se perciben sin mirar, de las que se oye sin escuchar: entre ellas la necesidad de penalizar /despenalizar ciertos hábitos/ practicas/ conductas – interrupción electiva de un embarazo, consumo de algunas sustancias farmacológicamente activas, disolución del vínculo matrimonial, elección de género, preferencias sexuales, limites al rol social de la mujer, trabajo infantil, tantas otras –.
Los medios de información pública no son medios públicos de información. Esta diferencia no es sutil a la hora de prever el espectro de diversidad posible en las opiniones y también en las formaciones de los operadores, condición que influye sobre las maneras en las que la información es recogida, procesada, interpretada y devuelta. Conclusiones reduccionistas, minimalistas y sesgadas suelen ser las resultantes mediáticas de muchos temas tratados, reflejo especular de un colectivo que ha definido, tácitamente, reducir y limitar el trato que destina a temas en conflicto. En adición, la falta de formación profesional de muchos comunicadores, sobrepasa los límites del condicionante social y agrega un ingrediente con feedback negativo en la circulación de la información. Y es que esta función que los comunicadores sociales tienen como una de las bisagras disponibles entre el conocimiento y el público, marca la diferencia entre el informar y el formar, el discutir y el instalar, entre el debate y el relato.
El tema de las adicciones no escapa a las generalidades de la ley. Las adicciones (a las drogas duras, al alcohol, al tabaco, a los pegamentos, al trabajo, a la computadora, a la comida, a medicamentos, a la no comida, a la televisión) son procesos complejos y de construcción histórica y colectiva que distan de categorizar como enfermedades individuales de base genética, explicables a través de la neurobiología, la toxicología o la psicología, meramente vinculables a entornos familiares disfuncionales. En esa construcción, el rol de los medios masivos de comunicación se expresa a favor de la instalación de conductas adictivas: a través de la inducción que generan la violencia de la publicidad, de los modelos paradigmáticos de la propaganda no publicitaria y de la dispersión de opiniones con poco fundamento y menos sentido común.
De cómo resuelva el colectivo mediático sus contradicciones internas y su necesidad de diversificar sus discursos, y de cómo pueda la opinión publica desarrollar un espíritu crítico libre, podrá surgir un espacio común para construcciones conjuntas: bidireccionales, integradoras, saludables.